de Andrés IBÁÑEZ (Los que no entienden)
Hace poco lo decía Vila-Matas en un artículo aparecido en El País acerca del
Premio Nobel Coetzee: en España hay la pasión de tener que entenderlo todo.
Decía también (si es que yo lo he entendido bien) que a él le gustaba no
entender las cosas, y que hay obras literarias que no entiende bien o que no
entiende del todo y tienen, sin embargo, pleno sentido para él. Algo similar
decía en su reciente París no se acaba nunca, un libro maravilloso que trata de
un joven aprendiz de escritor que, como todos los jóvenes, y como todos los
aprendices, y como todos los escritores, no entiende nunca bien del todo lo que
le está pasando: no entiende bien los consejos que le da Marguerite Duras para
escribir novelas; no entiende bien por qué una tal Isabelle Adjani le mira raro
cuando él le dice que debería ser actriz; no entiende por qué cuando vuelve a
buscar una «librería clandestina» que conoció hace tiempo, el edificio resulta
ser completamente distinto de como él lo recordaba. Porque así es la vida real,
la vida de los que están vivos. El mundo es muy extraño y sorprendente, y lo
normal es no entenderlo. Querer entenderlo todo es una manía contemporánea, una
forma suave de neurosis, una fobia nueva, una nueva variedad de paranoia.
He de confesar que yo también, como Vila-Matas (si es que le entiendo bien, que
no estoy seguro) tengo la pasión de no entender las cosas y de disfrutar el
doble por ello. Me gusta no entender, no entender dónde estoy, no entender quién
soy, no entender el libro que leo o la película que veo. Los niños no entienden
bien los libros que leen ni las películas que ven, y por eso les fascinan de tal
modo, por eso les influyen tanto y les transforman tanto interiormente. Me
gustan los sitios grandes, los aeropuertos, los hoteles, las grandes
superficies, el Barbican Center de Londres, el hotel Marriot-Marquis de Nueva
York, los libros grandes, las óperas grandes, los cuadros grandes (aunque sean
físicamente tan pequeños como la Música en las Tullerías de Manet), por la
simple razón de que las cosas grandes no se pueden entender bien, y hay algo en
nuestro interior que se siente feliz, abierto, alimentado, libre, cuando no
entiende, cuando pierde la sensación de los límites. En su célebre análisis de
la posmodernidad, Fredric Jameson explica que la fascinación del hotel
Westin-Bonaventure de Los Ángeles está en que al entrar en el vestíbulo es
difícil saber hacia dónde ir, dónde está la recepción, si estamos al nivel de la
calle o dos pisos por encima, si debemos subir o bajar. Porque el placer de no
entender es un placer posmoderno, el placer de vivir en un mundo tan complicado
que no tenemos ninguna necesidad de entenderlo: sólo de atravesarlo.
«Yo no entiendo nada», dice el honesto lector, francamente indignado. Pero el
problema no es que no entienda, sino que el libro no dice lo que él quiere oír,
que el texto no dice las mismas cosas que él piensa. «Cuando Juan Ramón dice
"que a donde tienes que ir es a ti solo", ¿qué quiere decir? ¿que está triste?»
Esto es comprender (o intentar comprender) con la mente, un comprender que
quiere decir «traducir», como cuando en el colegio nos enseñaban que «verde» en
Lorca significa «la muerte» y bobadas semejantes.
Pero también se puede comprender con la imaginación. Ésta es una forma de
comprender que tiene que ver con la consonancia: entrar en consonancia con algo.
De este modo entendemos la música, que es algo que no podemos traducir en modo
alguno. De este modo «entendemos» a las personas: no por lo que dicen, sino por
lo que son. Comprender con la mente es guardar en una caja y poner un rótulo.
Comprender con la imaginación, en cambio, es dejarse invadir, abrir todas las
ventanas para que entren los colores, las voces, los sonidos, las formas
extrañas, la extraña y hermosa diferencia, la belleza inexplicable.
La literatura es cada vez más blanda, más fácil, menos poética, menos intensa,
por esa obsesión que tienen tantos lectores de «entender», es decir, por ese
deseo pueril de leer textos que les digan las mismas cosas que ellos piensan.
Por muy extraño que pueda parecer, los libros, o los poemas, no deben leerse
para entender «lo que dicen», sino para tener una experiencia, y las
experiencias no siempre se dejan interpretar y no siempre pueden explicarse con
palabras. Si me apuran, llegaría incluso a decir que los únicos libros que
merece la pena leer son los que uno no entiende bien.
Publicado en ABC Cultural 11/01/04
Premio Nobel Coetzee: en España hay la pasión de tener que entenderlo todo.
Decía también (si es que yo lo he entendido bien) que a él le gustaba no
entender las cosas, y que hay obras literarias que no entiende bien o que no
entiende del todo y tienen, sin embargo, pleno sentido para él. Algo similar
decía en su reciente París no se acaba nunca, un libro maravilloso que trata de
un joven aprendiz de escritor que, como todos los jóvenes, y como todos los
aprendices, y como todos los escritores, no entiende nunca bien del todo lo que
le está pasando: no entiende bien los consejos que le da Marguerite Duras para
escribir novelas; no entiende bien por qué una tal Isabelle Adjani le mira raro
cuando él le dice que debería ser actriz; no entiende por qué cuando vuelve a
buscar una «librería clandestina» que conoció hace tiempo, el edificio resulta
ser completamente distinto de como él lo recordaba. Porque así es la vida real,
la vida de los que están vivos. El mundo es muy extraño y sorprendente, y lo
normal es no entenderlo. Querer entenderlo todo es una manía contemporánea, una
forma suave de neurosis, una fobia nueva, una nueva variedad de paranoia.
He de confesar que yo también, como Vila-Matas (si es que le entiendo bien, que
no estoy seguro) tengo la pasión de no entender las cosas y de disfrutar el
doble por ello. Me gusta no entender, no entender dónde estoy, no entender quién
soy, no entender el libro que leo o la película que veo. Los niños no entienden
bien los libros que leen ni las películas que ven, y por eso les fascinan de tal
modo, por eso les influyen tanto y les transforman tanto interiormente. Me
gustan los sitios grandes, los aeropuertos, los hoteles, las grandes
superficies, el Barbican Center de Londres, el hotel Marriot-Marquis de Nueva
York, los libros grandes, las óperas grandes, los cuadros grandes (aunque sean
físicamente tan pequeños como la Música en las Tullerías de Manet), por la
simple razón de que las cosas grandes no se pueden entender bien, y hay algo en
nuestro interior que se siente feliz, abierto, alimentado, libre, cuando no
entiende, cuando pierde la sensación de los límites. En su célebre análisis de
la posmodernidad, Fredric Jameson explica que la fascinación del hotel
Westin-Bonaventure de Los Ángeles está en que al entrar en el vestíbulo es
difícil saber hacia dónde ir, dónde está la recepción, si estamos al nivel de la
calle o dos pisos por encima, si debemos subir o bajar. Porque el placer de no
entender es un placer posmoderno, el placer de vivir en un mundo tan complicado
que no tenemos ninguna necesidad de entenderlo: sólo de atravesarlo.
«Yo no entiendo nada», dice el honesto lector, francamente indignado. Pero el
problema no es que no entienda, sino que el libro no dice lo que él quiere oír,
que el texto no dice las mismas cosas que él piensa. «Cuando Juan Ramón dice
"que a donde tienes que ir es a ti solo", ¿qué quiere decir? ¿que está triste?»
Esto es comprender (o intentar comprender) con la mente, un comprender que
quiere decir «traducir», como cuando en el colegio nos enseñaban que «verde» en
Lorca significa «la muerte» y bobadas semejantes.
Pero también se puede comprender con la imaginación. Ésta es una forma de
comprender que tiene que ver con la consonancia: entrar en consonancia con algo.
De este modo entendemos la música, que es algo que no podemos traducir en modo
alguno. De este modo «entendemos» a las personas: no por lo que dicen, sino por
lo que son. Comprender con la mente es guardar en una caja y poner un rótulo.
Comprender con la imaginación, en cambio, es dejarse invadir, abrir todas las
ventanas para que entren los colores, las voces, los sonidos, las formas
extrañas, la extraña y hermosa diferencia, la belleza inexplicable.
La literatura es cada vez más blanda, más fácil, menos poética, menos intensa,
por esa obsesión que tienen tantos lectores de «entender», es decir, por ese
deseo pueril de leer textos que les digan las mismas cosas que ellos piensan.
Por muy extraño que pueda parecer, los libros, o los poemas, no deben leerse
para entender «lo que dicen», sino para tener una experiencia, y las
experiencias no siempre se dejan interpretar y no siempre pueden explicarse con
palabras. Si me apuran, llegaría incluso a decir que los únicos libros que
merece la pena leer son los que uno no entiende bien.
Publicado en ABC Cultural 11/01/04
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