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Vae Victis

de Clara JANÉS ( Huellas sobre una corteza)

Como una oveja perdida en la noche
me acogí a la fronda…

El día partió con su hato de esperanza,
llevándose las horas y el horizonte virginal
donde todos los brotes apuntaban,
y la noche, que pudo ser cristal para los sueños,
se tornó un ojo oscuro
y el grito airado del muchacho
que me apartaba para dar paso a su rocín.
La tierra se estremeció ante el cuchillo de su voz…
Y yo, que sembraba y recogía,
sacaba agua del pozo,
disponía los alimentos sobre el mantel
y corría por los campos ondeantes de brisa
cuando tenues mariposas
expresaban el cauteloso vuelo del despertar,
sentí que esa voz cercenaba mi aliento.

Como una oveja perdida, sí, vagaba.
Y la noche
se asentó en todos los confines,
y el grito proseguía,
ocupaba la angosta callejuela,
y prendía en mi como una llama
porque, frente a su bestia, nada era yo
para el que lo lanzaba.
Y crecía su ansia de dominio,
y por su voz se abrieron hendeduras,
se cayeron las casas
y estallaron minas en mi seno,
que toda voz de hombre es voz de guerra.

Como una oveja perdida,
como una tierra exhausta de dar fruto
vagaba por el filo de esa voz
que me arrasaba
y establecía el olvido del amor,
y en la senda dejé manchas de sangre…

¡Cúbrelas!, me decía,
convoca una niebla azul
que confunda tus pasos con el mar.
Nadie sabrá si son las olas que han alisado el paisaje
y se mezclan con el humo
y esa nube de ira que se destaca gris
ocultando el umbral de la acogida…

Como una oveja perdida por el amor
me retiré a la espera
y amansé en mí su negación de mis trabajos
y sufrí que su mano, un día hoja suave,
se tornara de acero…
porque hubo un tiempo de inocencia
y el río fértil y sagrado reflejaba nuestros rostros,
de hombre y de mujer,
mezclándolos,
y creímos en el paraíso de nuestro corazón,
y entonces alguien dijo: os daréis las manos como pares,
os pondréis los anillos de igualdad,
compartiréis la dignidad y el techo
y vuestras vidas seguirán paralelas
hacia el devenir…
Y en esa espera continúo
porque vuelven las flores del almendro
y se extiende el perfume de romero por los valles,
y blancas campanillas que indican la paciencia.

Yo llevo todavía los panes y los peces,
llevo los higos y las avellanas,
la miel y el vino...
Yo cumplo antes del alba con la luz,
lavo el horizonte con mis palabras,
dispongo el amanecer,
tejo con mis manos los instantes del día,
escribo sobre una corteza las sucesiones y los cambios…
Ninguna de estas cosas es inferior a una transacción,
a la soldadura del ala de una nave antes del vuelo,
al arma que desgarra la tierra,
o al clavo en la madera del ataúd.

Fui espigadora un día,
y pastora por los riscos,
preparé el queso
y por la noche cantaba a las flores dormidas
y a los niños
para que entraran en el dibujo de la luna,
en las ondas de plata,
y se mecieran.
Ahora sólo se oyen susurros de dolor.

***

Ponte la burka,
no enseñes más el rostro,
que ya nadie soporta el rostro del amor.
Esconde tu mirada
o endurece tus ojos hasta el pedernal,
que aquel que lamentaba vivir entre asesinos
ofrece sólo brumas de discordia
y arden los decorados del abrazo
y sus cenizas se extienden hasta la lejana curva del paisaje.

Ponte la burka,
que al alba no serás una flor en sus labios,
ni el canto del gallo indicará separación,
y aquella cita para morir juntos
bajo las cuchilladas entre trigos
enmudece en el aire,
pues han dado muerte al clamor amoroso
y arrastran por los caminos su cadáver.

Ponte la burka
y no hables de tus muslos de terciopelo,
no te atrevas a mencionar tus dedos ni tu boca,
rechaza a Salomón
que celebró tu vientre como montón de trigo
y te abrió como una flor a la plenitud.
Llama a una tempestad de nieve
que sepulte tu voz y tu memoria,
llama a una tempestad de arena
que se lleve las dunas del deseo.
Recógete bajo el vacío silencioso.
Ponte la burka
y que ya nadie vuelva a ver tus ojos.

***

Llegaban aves migratorias
y su sombra por los campos
acunaba a las mieses soñadoras del vuelo.
Llegaba el río
con los barcos de luz
empujando trayectos unidos a la vida
y yo con pies descalzos, por la hierba,
recogía la pesadumbre del amado en mi regazo
y engendraba el nuevo florecer de los jazmines
mientras un canto lúgubre
recordaba la muerte de los mártires,
cuando los alfileres de los grillos sujetaban la noche,
mas la caverna de su oscuro corazón
rechazó mi pecho
que era cuna de la desolación y el sueño
y sin descender al invisible fondo del amor
me marcó con un estigma…

Enterradme hasta la cintura
que él ha lanzado la primera piedra
y ya en la blanca tierra con mi sangre
el color de mi rostro se define.
Y corren manadas de potros desbocados junto al mar
para romper el dibujo de las olas,
y se desboca un cielo de nubes de tormenta
y cae una lluvia tenebrosa sobre el alma.
Enterradme, que sólo apuntan ya sones de lucha,
y el hombre,
que fue soporte a un aura iluminada,
perdido en sus límites,
tala los bosques del más allá
y mutila su raíz.

El día partió con su hato de esperanza,
la noche se asentó en todos los confines
Y pasa el muchacho con su rocín
y grita,
y la tierra se estremece por el cuchillo de su voz.
Y yo,
como una oveja perdida, vago.
Y se abren hendeduras por doquier
y se caen las casas
y es vano el canto de la tórtola al alba,
la plegaria del árbol,
la carrera del ciervo por el monte,
el correr del agua.
Y cae, cae esa lluvia tenebrosa.
Y todo es negro,
se incendian los barcos,
se tiñen de negro los océanos,
las grutas,
y la línea del horizonte
es el luto por la prístina alegría,
mientras estallan bombas,
saltan los cuerpos por el aire,
queda la tierra calcinada
y tanta muerte
siega el germen hasta en lo más recóndito.

Entra la luna con su lámpara e ilumina la sombra
y sólo ve despojos.
Se encabrita el caballo,
y el grito resuena al infinito
y me taladra.
Me amuralla el dolor,
no quiero la semejanza de empuñar un arma,
aspiro sólo a que la nada nos iguale
Pero, a brazadas, todavía recojo y enarbolo las palabras:
“Sólo el amor es capaz de vencer
la universal destrucción ”,

Hubo un día en que empuñé la espada,
el silencio o el verbo.
Fui Eduana y hace cinco mil años
revelé que la fuerza de mi cuerpo
hasta a los dioses atemorizaba;
fui Savitrí y superé la hazaña de Orfeo:
conmoví a Yama, señor de la muerte,
con mi elocuencia,
y él a mi esposo devolvió el aliento;
fui Safo y negué paso al llanto en mi morada
y el eco de mi canto a la belleza
se escucha todavía por los prados;
fui Murasaki y escribí las aventuras de Gengi;
fui Lisístrata, Cleopatra, Antígona, Porcia, Teresa de Jesús…

Hoy como una oveja perdida en la noche, sigo,
porque sigue la noche,
y avanzo con firmeza hacia la oscuridad,
que acaso no volverá el día;
no, acaso ya no volverá…

Edt: EL TORO DE BARRO, Cuadernos del Mediterráneo - 35

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